Nomás amaneció y, sin pensarlo mucho, salí de Buenos Aires de regreso a la Ciudad de México. No lo había planeado, pero empaqué mis libros en una maleta y en otra la poca ropa que tenía.
Después de tomar mi último café y mi último pan con una embarradita de dulce de leche, tomé un taxi en el barrio de Monserrat. Con resignada melancolía, me quejé con el taxista de no poder tomar un último almuerzo, de esos que se sirven en Buenos Aires, con el mejor asado que un hombre pueda comer, con un litro de cerveza o medio litro de vino, café y pan hasta que no quede un solo hueco en el estómago. El taxista se complació en recordar los tiempos en que almorzaba lo mismo que yo le enlistaba, ya salivando. Pero no solo recordó eso, también recordó y me platicó cómo es que la combinación de eventos que algunos llaman destino, le llevó a decidir ser Aníbal Suárez, el hombre feliz –el adjetivo es suyo- que por la mañana conduce un taxi y por la tarde cuida a sus perros, su única compañía.
Salió a los cuatro o cinco años de su pueblo, cuyo nombre no recuerdo ahora, solo que está al norte, cerquita de Brasil. Tomó el tren que va a la capital, como debe tomarlo todo personaje de una historia digna de contarse, de polizonte. Pasaron al menos tres días de camino. Una familia le cuidó y le alimentó durante el trayecto, la primera de sus suertes. Al llegar a la capital, caminó un par de días por las enormes calles de la ciudad. Imaginó qué hacer para ganarse unos pesos. La solución fue sencilla: conseguir un trapo y limpiar zapatos. Cayeron las primeras monedas. Se alimentó como Dios manda, tal vez como no lo había hecho antes en su pueblo, tal vez como no lo había hecho nunca en su vida. Como le iba bien limpiando zapatos, se mandó construir una caja y compró un par de grasas. El sentido común me indica que habrán sido una negra y una café. Caja en mano, estuvo varios años lustrando zapatos. Cansado de que lo levantara la policía, al menos una vez por semana, acudió a un tribunal y exigió ser alguien. Expuso su caso a un juez. Le expuso los pormenores de su historia y omitió un detalle, uno importante, su nombre. El juez, condescendiente, le dijo que si no tenía uno, pensara en uno y regresara al día siguiente a decírselo. Así lo hizo: Aníbal Suárez, su nuevo nombre es Aníbal Suárez. Las razones de esa elección no las quise preguntar, sabía que estábamos cerca del aeropuerto y era mejor seguir escuchando la historia sin interrumpirlo.
Ya con un nombre y en posesión de documentos, aquello que avala a las personas como ciudadanos, decidió dejar de lado su oficio como bolero. Aníbal decidió aprender el oficio de panadero y con un poco más de suerte se pudo establecer una casita. Con el paso del tiempo, decidió casarse y tener hijos. Alguna tarde, caminando por Plaza Constitución, observó a un hombre viejo tirado en la banqueta. Su aspecto bien cuidado, le hizo pensar que, tal vez, le habían robado, golpeado y dejado allí tirado. Se equivocaba: ni le habían robado, ni golpeado, ni tirado. Bueno, le había tirado la borrachera. Aníbal buscó entre su ropa alguna identificación, interrogó su domicilio y le llevó a casa con ayuda de un taxista. Le pidió ayuda a los vecinos para abrir el cuarto en donde vivía aquel hombre. Aníbal se quedó a su lado toda la noche. Al amanecer, el borracho, ahora crudo, desconfió de él y lo echó casi a golpes. Tiempo después, no mucho, se volvieron a encontrar en la misma plaza. El viejo lo reconoció y le ofreció disculpas por su anterior actitud. Lo invitó a comer y le relató su historia: lo encontró ebrio, tirado en la calle, porque la ebriedad da consuelo. Y él necesitaba consuelo: su mujer había muerto poco antes. Aníbal decidió mantener esa amistad. En la tranquilidad de los almuerzos futuros, se enteraron de que comparten un pasado común: la calle. Esto los animó a abrir un comedor en el barrio de la Boca para los niños de la calle. Poco después, el amigo de Aníbal falleció. Aníbal sabía que no podría seguir solo con el comedor. Decidió cerrarlo y comprar un taxi. Las calles que de niño recorría a pie, ahora las recorre en su taxi. Me dice que su mujer falleció recientemente. Y ahora, me dice convencido, es un hombre sencillo que trabaja todos los días por la mañana. Desayuna tres o cuatro mates con leche y un poco de pan. Ya no almuerza. Las tardes las pasa con sus perros. Sigue cenando abundantemente como buen argentino. Por último, me confía que siempre ha decidido cómo vivir su vida. Y ha decidió vivirla honrosamente. Pudo haber matado, pudo haber robado o violado, me dice. Pero decidió no hacer nada de eso. Decidió ser bolero, ser panadero, ser esposo, ser padre, ser amigo, ser taxista; vaya, incluso decidió cuál sería su propio nombre. Aníbal está convencido de que él mismo modeló su personalidad. “Elegí ser un hombre sencillo, elegí ser feliz”, son las últimas palabras que me dice antes de desearme buen viaje al llegar al aeropuerto.
Ciudad de México, enero de 2014.
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