Conocí al diablo en la infancia, en el primer sueño del que tengo recuerdo. En el barrio en que crecí, también creció el único primo que decidí conservar (su nombre me es significativo: Dante). Su casa siempre fue un misterio: en las escaleras había un cuadro llamado “El árbol de la vida”. Lo pintó su padre, mi tío, en su juventud. Más preciso habría sido llamarlo “El árbol de la muerte”. En él se observaban los restos de un árbol añejo, muerto. De niños nos divertíamos buscando caras espantosas en su corteza; nunca me atreví a decir que me aterraba. En el sueño me encuentro en esa casa —tendría unos cuatro años—. Me dirijo al patio trasero para descubrir un jardín secreto. Lo recorro asombrado y sin prisa. Veo grandes extensiones de pasto negro que parece haber sido consumido recientemente por el fuego. Se puede ver un poco del humo que se levanta como constancia de la saciedad del ardor pasado. Entre la bruma veo una casona en ruinas, me acerco y entro en ella sin temor. Recorro oscuros y sinuosos pasillos sin prisa de terminar el andar. Subo las escaleras. Al final de los pasillos hay monstruos, eso es bien sabido. Y es bien sabido también que queremos conocerlos. Como si fuera un imán me dirijo al fondo y descubro una habitación, entro como con la certeza de que ahí está lo que tengo que encontrar. No me equivoco. Los ventanales son enormes, con cortinas espesas y amarillentas. Como flotando sale de ellas un majestuoso vampiro. Tiene aspecto de un vampiro pero sé que es el diablo. Fingiendo no conocerlo, pregunto: “¿quién eres?”. No necesita palabras para expresar su respuesta: “Me presento. Tu padre ya me conoce, me conoció cuando era joven. Supo el secreto y cometió un error. Tú cometerás el mismo”. Extiende el brazo y me ofrece una copa hecha de cristal fino. “Bebe esto”, me ordena. Lo pruebo y despierto en ese momento.
(09/11/2023).
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