Sé que estoy en Guanajuato a punto de tomar una clase. Sé que la dará mi profesora Elba. Basta intuir esto para que tome forma el escenario. En este inicio de la puesta en escena aparece Borges sentado a mi lado, en una de esas diminutas bancas de madera que teníamos los que fuimos a escuelas públicas. Y lo sentí: lo sentí a Borges. Sentí su cuerpo delgado, envejecido. Sentí sus huesos y su calidez. Percibí el aroma de su piel: un poco quemada por el sol y con un poco de colonia. Está inquieto y malhumorado el viejo. Supongo que intuye mi estupidez y mi ignorancia. Me acerco tratando de apaciguar su incomodidad con un libro. Leemos un fragmento. Lo critica y de inmediato nos punemos a buscarle mejora. Al tiempo que subraya me hace notar que falta un artículo y me lo solicita. De inmediato, me pide enlistar rápidamente algunas preposiciones. Lo hago pensando que se trata de un juego: el de entretejer literaturas. ¡Ahora un mejor adverbio! "Donde", respondo. El viejo está de mucho mejor ánimo y hasta alegre. Aprovecho su nuevo estado para hacer un pequeño chiste: “Borges, decir 'donde' es el más grande gag metafísico. En medio de la eternidad y del caos no podemos saber en dónde estamos, mucho menos preguntarnos por otro 'donde'. Simplemente no existe el espacio”. Mi tontería parece gustarle, nos levantamos y aprovechamos la inexistencia del espacio al interior del sueño para trasladarnos a uno de los túneles de la ciudad. Levitamos por él y sabemos que soñamos. Al final del túnel nos encontramos con una gruesa pared de piedras cobrizas que nos impiden el paso. Pero esto no es ningún impedimento para avanzar: es un sueño y pienso en silencio que podemos traspasarla sin problema. Solo hay que hacerlo. Borges parece estar de acuerdo con mi silenciosa ocurrencia, voltea a verme y sugiere: “tenemos que aprender a traspasar las paredes… como Silvina Ocampo”. Siento cómo comenzamos a pasar ese umbral, pero solo fue el umbral del sueño a la vigilia.
(06/08/2014).
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