La imagen del sueño es lo simple: observo un reloj de pulsera. Veo cómo avanzan las manecillas, un segundo a la vez. Mi reflexión dentro del sueño es lo complicado: un segundo es el tiempo que tarda la manecilla hasta llegar a su siguiente destino. Pero… un momento. ¿Un segundo? ¿Tiempo? En realidad, lo que veo es una manecilla recorriendo una pequeña distancia. Un pequeño espacio que recorre antes de hacer una diminuta escala y continuar el recorrido de otro espacio similar al anterior. El recorrido de un espacio mayor, constituido de sesenta espacios similares, constituye un minuto. “En este reino, el tiempo se convierte en espacio”, menciona Gurnemanz en el Parsifal de Wagner. En la reflexión al interior de mi sueño, el espacio se convierte en tiempo. Y es que, según aprendimos de Einstein, tiempo y espacio son una sola entidad denominada espacio-tiempo. Pero no es esta la reflexión central sino la inicial. Aun observando las manecillas, me tomo mi “tiempo” para pensar que el espacio que tiene que recorrer la manecilla en cada segundo puede ser dividido a su vez en sesenta espacios similares y cada uno de ellos en otros sesenta, y así sucesiva e infinitamente. De tal suerte que la fatigada manecilla tendrá que recorrer una serie infinita de espacios antes de poder recorrer al menos un segundo. Si su tarea se ha entorpecido al intentar recorrer un segundo, en vano será tratar recorrer un minuto; imposible pensar en una hora. “El tiempo no existe”, reflexiono sin asombro.
(29/05/2014).
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