Camino de noche por calles de Guanajuato. Un poco más allá, no tan lejos, lo veo a Piglia. Me acerco a él como si nos conociéramos. Le pregunto qué hace deambulando tan tarde. Amablemente me platica que fue a dar una plática a la universidad y se le fue la tarde en cualquier otra cosa. Está buscando su hotel, pero solo recuerda que está en una pintoresca calle del centro. Me ofrezco a acompañarlo hasta encontrar el hotel. Ya lo hemos de hallar, no hay prisa. Caminamos y platicamos de las calles de Guanajuato, de las calles de Buenos Aires. Platicamos de mujeres mexicanas y de mujeres argentinas. Me confiesa que su cuesta abajo devino por una mujer. ¿Y por qué más vale la pena que pierda la cabeza un hombre si no es por una mujer? Se acercan un par de estudiantes que lo reconocen y quieren un autógrafo o simplemente molestar; consiguen lo segundo. Se quedan con nosotros y deciden acompañarnos en la búsqueda del hotel. No pierden entusiasmo ni energía durante la caminata; Piglia y yo comenzamos a cansarnos. Los estudiantes sugieren ir por tequila. “Piglia debe tomar un poco de tequila ya que está por acá”, insisten. La idea me parece estúpida y me apresuro a pensar en dónde puede estar el hotel para sacarlo de la incomodidad. Creo saber en qué calle está su hotel. Claro, cómo no lo pensé antes, solo en ese hotel podría hospedarse. Me apresuro a llevarlo. Sí, ese es el hotel. Piglia parece reconfortado. Nos despedimos en la puerta y le pido a un encargado que cuide de él. Me embarga la tristeza: habrá de irse y no volveremos a verle nunca más.
Ciao, querido.
(11/03/2017).
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