Mi amiga Margot y yo estamos en casa de su madre. No hace falta que en la vigilia conozca dicha casa, en el sueño la reconozco. En la sala observamos el cuerpo de su madre sobre una mesa de disecciones. No estamos tristes porque sabemos que no es ella en realidad: es un maniquí, una mera simulación de la muerte.
Me mudo de sueño y me encuentro con mi padre y algunos otros conocidos que no identifico ni intento identificar. Les platico que vengo de otro sueño, les platico el sueño. Les digo que mi relación con Margot, al no ser romántica, nos da la ventaja de no censurarnos y poder ver “otras cosas”. Mientras les relato el sueño e improviso algunas anotaciones nos cubre la noche. Pero esta noche se ha ahorrado el trámite de ser gradual, de que uno se vaya acostumbrando a sus sombras y termine por resignarse a su presencia, esta noche llegó de improvisto como un manto que lo cubre todo. A nuestro alrededor hay cientos de pequeñas luces que parecen luciérnagas, pero al acercarme a observarlas con detenimiento noto que son pequeñas y precisas representaciones de Saturno. Miles de diminutos Saturnos, con todo y sus delicados anillos, flotan inundando nuestro espacio inmediato con su tenue luz blanca. Alguien me señala la luna para que note cómo se duplica. Dos lunas en nuestro cielo. De esa segunda luna se desprende una tercera y de esa tercera una cuarta, y así al infinito. Les digo que no teman, que el universo, ahora, está a nuestro alrededor. Este consuelo parece inútil si se piensa que, por más que lo olvidemos gracias al abrigo de este nuestro tercer planeta del sistema solar, la eternidad del universo siempre está allí sin detenerse a pensar en nuestra infinita pequeñez e insignificancia. Entonces un pensamiento, una idea sin voz: todo es eterno. Todo es eterno. Todo es eterno... una y otra vez. No puedo con la angustia. ¡Que nada sea eterno, por Dios!
(02/08/2016).
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