“Los sueños son el género; la pesadilla, la especie”.
Conozco de sobra todo tipo de pesadillas, algunas de un horror insoportable que volverían loco a cualquier hombre. Todas ellas son tolerables para mí, sin embargo, existe una especie de pesadilla que atormenta no por su tétrico relato sino por su indecible dolor físico. Anoche tuve una de las más dolorosas que recuerde. Posiblemente aún escriba bajo el influjo del tormento físico y la perturbación mental. Mi conciencia y su aliado el olvido han trabajado duramente estas horas para suprimir la mayoría de los detalles, pese a esta protección trataré de rescatar y, de alguna manera, poner en relato los fragmentos que recuerdo.
Estoy en el Japón ancestral de miles de años que es también el infierno. La vida es en tonalidades ocre rojizos, como de sangre seca. No entiendo una sola palabra de lo que en ese caos se habla. Una mujer indeterminada que es mi novia, mis hermanas, mi madre, mis anteriores mujeres, todas las mujeres, mi ánima, me hace cortes en el cuerpo. Algunos cortes son ejecutados finamente con un sable de samurái, algunos otros con una daga y unos más con bisturí. Siento cada uno de ellos: su calor, su ardor recorriendo cada célula de piel, de carne, de hueso. El dolor es insoportable. Inútilmente pienso que semejante tortura debe tener una razón y por lo tanto alguna explicación que pueda terminar con el martirio. Nada más estúpido de mi parte. En el martirio no hay espacio para la razón. El martirio ha de llevar al cuerpo al trance que nos comunica con la profundidad del alma, de nuestro infierno personal, ahí en donde no es bienvenido el pensamiento. Al darme cuenta de esto comienzo la huida. He pensado tanto últimamente en el influjo del razonamiento al interior del sueño que esta idea terminó por contaminar y estorbar: durante la persecución pienso que aún debe existir alguna manera de razonar con esta mujer que es mi verdugo, nada más inútil. Me detengo solo para recibir más y más cortes. Cada que intento protegerme con las manos uno de mis dedos resulta mutilado. Los brazos no resisten más, cada uno de ellos tiene tantos cortes que apenas y se mantienen unidos al torso gracias a los huesos. Puedo sentir cómo se rompe mi clavícula y cómo crujen mis costillas. En medio del martirio, debido al insoportable dolor, sufro una pequeña alucinación. Los cortes perfectamente bien orquestados, los movimientos de la mujer para cercenar mi cuerpo y mis movimientos cada vez más débiles se convierten en una danza macabra entre dos lechuzas. La mujer y yo nos hemos convertido en dos blancas y hermosas lechuzas que danzan en un cortejo de muerte. Sin palabras le sugiero que muramos, que regresemos juntos al infierno. No está dispuesta, tengo que ser asesinado por ella. Al entender que no ha de detener su tarea me resigno totalmente. Termina la alucinación. Regreso a mi mutilada forma humana que ya es un montón de pedazos ensangrentados. Pienso en todos los sueños en los que siempre salgo victorioso de las persecuciones, en que logro matar o deshacerme de mis captores, pero este no será el caso, tengo que morir irremediablemente. Me lanzo a las profundidades de un acantilado y grito: “me entrego a tus brazos, ángel de la muerte”.
Normalmente, cuando se sueña morir, en el momento justo en que eso sucede, despertamos debido a que la experiencia de la muerte nos es ajena, no la conocemos, inmediatamente regresamos a la vigilia. En esta ocasión, por primera vez, pude saborear unos cuantos segundos la muerte, una negra, absoluta y hermosa nada antes de poder despertar.
(25/10/205).
Σχόλια